Matilda de Roald Dahl ilustrado por Quentin Blake epub libre (2024)

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Matilda de Roald Dahl ilustrado por Quentin Blake epub libre

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Matilda de Roald Dahl ilustrado por Quentin Blake epub libre

  • 2. Matilda es una lectora empedernida con sólo cinco años. Sensible einteligente, todos la admiran menos sus mediocres padres, que la consideranuna inútil. Además tiene poderes extraños y maravillosos… Un día, Matildadecide desquitarse y empieza a emplearlos contra la abominable y cruelseñorita Trunchbull.
  • 3. Roald DahlMatildaePub r1.5Titivillus 06.10.2019
  • 4. Título original: MatildaRoald Dahl, 1988Traducción: Pedro BarbadilloIlustraciones: Quentin BlakeEditor digital: TitivillusePub base r2.1
  • 7. Para Michael y Lucy
  • 8. OLa lectora de librosCURRE una cosa graciosa con las madres y los padres. Aunquesu hijo sea el ser más repugnante que uno pueda imaginarse,creen que es maravilloso.Algunos padres van aún más lejos. Su adoración llega a cegarlos y estánconvencidos de que su vástago tiene cualidades de genio.Bueno, no hay nada malo en ello. La gente es así. Sólo cuando lospadres empiezan a hablarnos de las maravillas de su descendencia escuando gritamos: «¡Tráiganme una palangana! ¡Voy a vomitar!».Los maestros lo pasan muy mal teniendo que escuchar estas tonterías depadres orgullosos, pero normalmente se desquitan cuando llega la hora delas notas finales de curso. Si yo fuera maestro, imaginaría comentariosgenuinos para hijos de padres imbéciles. «Su hijo Maximilian —escribiría— es un auténtico desastre. Espero que tengan ustedes algún negociofamiliar al que puedan orientarle cuando termine la escuela, porque esseguro, como hay infierno, que no encontrará trabajo en ningún sitio».
  • 9. O si me sintiera inspirado ese día, podría escribir: «Los saltamontes,curiosamente, tienen los órganos auditivos a ambos lados del abdomen. Suhija Vanessa, a juzgar por lo que ha aprendido este curso, no tiene órganosauditivos».Podría, incluso, hurgar más profundamente en la historia natural y decir:«La cigarra pasa seis años bajo tierra como larva y, como mucho, seis díascomo animal libre a la luz del sol y al aire. Su hijo Wilfred ha pasado seisaños como larva en esta escuela y aún estamos esperando que salga de lacrisálida». Una niña especialmente odiosa podría incitarme a decir: «Fionatiene la misma belleza glacial que un iceberg, pero al contrario de lo quesucede con éste, no tiene nada bajo la superficie». Estoy seguro de quedisfrutaría escribiendo los informes de fin de curso de las sabandijas de miclase. Pero ya está bien de esto. Tenemos que seguir.
  • 10. A veces se topa uno con padres que se comportan del modo opuesto.Padres que no demuestran el menor interés por sus hijos y que,naturalmente, son mucho peores que los que sienten un cariño delirante. Elseñor y la señora Wormwood eran de ésos. Tenían un hijo llamado Michaely una hija llamada Matilda, a la que los padres consideraban poco más quecomo una postilla. Una postilla es algo que uno tiene que soportar hasta quellega el momento de arrancársela de un papirotazo y lanzarla lejos. El señory la señora Wormwood esperaban con ansiedad el momento de quitarse deencima a su hijita y lanzarla lejos, preferentemente al pueblo próximo o,incluso, más lejos aún.Ya es malo que haya padres que traten a los niños normales comopostillas y juanetes, pero es mucho peor cuando el niño en cuestión esextraordinario, y con esto me refiero a cuando es sensible y brillante.Matilda era ambas cosas, pero, sobre todo, brillante. Tenía una mente tanaguda y aprendía con tanta rapidez, que su talento hubiera resultado claropara padres medianamente inteligentes. Pero el señor y la señoraWormwood eran tan lerdos y estaban tan ensimismados en sus egoístasideas que no eran capaces de apreciar nada fuera de lo común en sus hijos.Para ser sincero, dudo que hubieran notado algo raro si su hija llegaba acasa con una pierna rota.
  • 11. Michael, el hermano de Matilda, era un niño de lo más normal, pero lahermana, como ya he dicho, llamaba la atención. Cuando tenía un año ymedio hablaba perfectamente y su vocabulario era igual al de la mayorparte de los adultos. Los padres, en lugar de alabarla, la llamabanparlanchina y le reñían severamente, diciéndole que las niñas pequeñasdebían ser vistas pero no oídas.Al cumplir los tres años, Matilda ya había aprendido a leer sola,valiéndose de los periódicos y revistas que había en su casa. A los cuatro,leía de corrido y empezó, de forma natural, a desear tener libros. El únicolibro que había en aquel ilustrado hogar era uno titulado Cocina fácil, quepertenecía a su madre. Una vez que lo hubo leído de cabo a rabo y seaprendió de memoria todas las recetas, decidió que quería algo másinteresante.—Papá —dijo—, ¿no podrías comprarme algún libro?
  • 12. —¿Un libro? —preguntó él—. ¿Para qué quieres un maldito libro?—Para leer, papá.—¿Qué demonios tiene de malo la televisión? ¡Hemos comprado unprecioso televisor de doce pulgadas y ahora vienes pidiendo un libro! Teestás echando a perder, hija…Entre semana, Matilda se quedaba en casa sola casi todas las tardes. Suhermano, cinco años mayor que ella, iba a la escuela. Su padre iba a trabajary su madre se marchaba a jugar al bingo a un pueblo situado a ocho millasde allí. La señora Wormwood era una viciosa del bingo y jugaba cincotardes a la semana. La tarde del día en que su padre se negó a comprarle unlibro, Matilda salió sola y se dirigió a la biblioteca pública del pueblo. Alllegar, se presentó a la bibliotecaria, la señora Phelps. Le preguntó si podíasentarse un rato y leer un libro. La señora Phelps, algo sorprendida por lallegada de una niña tan pequeña sin que la acompañara ninguna personamayor, le dio la bienvenida.—¿Dónde están los libros infantiles, por favor? —preguntó Matilda.—Están allí, en las baldas más bajas —dijo la señora Phelps—.¿Quieres que te ayude a buscar uno bonito con muchos dibujos?—No, gracias —dijo Matilda—. Creo que podré arreglármelas sola.A partir de entonces, todas las tardes, en cuanto su madre se iba albingo, Matilda se dirigía a la biblioteca. El trayecto le llevaba sólo diezminutos y le quedaban dos hermosas horas, sentada tranquilamente en unrincón acogedor, devorando libro tras libro. Cuando hubo leído todos loslibros infantiles que había allí, comenzó a buscar alguna otra cosa.
  • 13. La señora Phelps, que la había observado fascinada durante las dosúltimas semanas, se levantó de su mesa y se acercó a ella.—¿Puedo ayudarte, Matilda? —preguntó.—No sé qué leer ahora —dijo Matilda—. Ya he leído todos los librospara niños.—Querrás decir que has contemplado los dibujos, ¿no?—Sí, pero también los he leído.La señora Phelps bajó la vista hacia Matilda desde su altura y Matilda ledevolvió la mirada.—Algunos me han parecido muy malos —dijo Matilda—, pero otroseran bonitos. El que más me ha gustado ha sido El jardín secreto. Es un
  • 14. libro lleno de misterio. El misterio de la habitación tras la puerta cerrada yel misterio del jardín tras el alto muro.La señora Phelps estaba estupefacta.—¿Cuántos años tienes exactamente, Matilda? —le preguntó.—Cuatro años y tres meses.La señora Phelps se sintió más estupefacta que nunca, pero tuvo lahabilidad de no demostrarlo.—¿Qué clase de libro te gustaría leer ahora? —preguntó.—Me gustaría uno bueno de verdad, de los que leen las personasmayores. Uno famoso. No sé ningún título.La señora Phelps ojeó las baldas, tomándose su tiempo. No sabía muybien qué escoger. ¿Cómo iba a escoger un libro famoso para adultos parauna niña de cuatro años? Su primera idea fue darle alguna novela de amorde las que suelen leer las chicas de quince años, pero, por alguna razón,pasó de largo por aquella estantería.—Prueba con éste —dijo finalmente—. Es muy famoso y muy bueno.Si te resulta muy largo, dímelo y buscaré algo más corto y un poco menoscomplicado.—Grandes esperanzas —leyó Matilda—. Por Charles Dickens. Megustaría probar.—Debo de estar loca —se dijo a sí misma la señora Phelps, pero aMatilda le comentó—. Claro que puedes probar.Durante las tardes que siguieron, la señora Phelps apenas quitó ojo a laniñita sentada hora tras hora en el gran sillón del fondo de la sala, con ellibro en el regazo. Tenía que colocarlo así porque era demasiado pesadopara sujetarlo con las manos, lo que significaba que debía sentarse inclinadahacia delante para poder leer. Resultaba insólito ver aquella chiquilla depelo oscuro, con los pies colgando, sin llegar al suelo, totalmente absorta enlas maravillosas aventuras de Pip y la señorita Havishman y su casa llena detelarañas dentro del mágico hechizo que Dickens, el gran narrador, habíasabido tejer con sus palabras. El único movimiento de la lectora era el de lamano cada vez que pasaba una página. La señora Phelps se apenaba cuandollegaba el momento de acercarse a ella y decirle: «Son las cinco menosdiez, Matilda».
  • 15. En el transcurso de la primera semana, la señora Phelps le preguntó:—¿Viene tu madre todos los días para llevarte a casa?—Mi madre va todas las tardes a Aylesbury a jugar al bingo —lerespondió Matilda—. No sabe que vengo aquí.—Pero eso no está bien —dijo la señora Phelps—. Creo que sería mejorque se lo contaras.—Creo que no —contestó Matilda—. A ella no le gusta leer. Ni a mipadre.—Pero ¿qué esperan que hagas todas las tardes en una casa vacía?—Ir de un lado para otro y ver la tele.—Ya.—A ella no le importa nada lo que hago —dijo Matilda con un deje detristeza.A la señora Phelps le preocupaba la seguridad de la niña cuandotransitaba por la concurrida calle Mayor del pueblo y cruzaba la carretera,pero decidió no intervenir.Al cabo de una semana, Matilda terminó Grandes esperanzas que, enaquella edición, tenía cuatrocientas once páginas.—Me ha encantado —le dijo a la señora Phelps—. ¿Ha escrito otroslibros el señor Dickens?
  • 16. —Muchos otros —respondió la asombrada señora Phelps—. ¿Quieresque te elija otro?Durante los seis meses siguientes y, bajo la atenta y compasiva miradade la señora Phelps, Matilda leyó los siguientes libros:Nicolas Nickleby, de Charles Dickens.Oliver Twist, de Charles Dickens.Jane Eyre, de Charlotte Brontë.Orgullo y prejuicio, de Jane Austin.Teresa, la de Urbervilles, de Thomas Hardy.Viaje a la Tierra, de Mary Webb.Kim, de Rudyard Kipling.El hombre invisible, de H. G. Wells.El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.El ruido y la furia, de William Faulkner.Alegres compañeros, de J. B. Priestley.Las uvas de la ira, de John Steinbeck.Brighton Rock, de Graham Greene.Rebelión en la granja, de George Orwell.Era una lista impresionante y, para entonces, la señora Phelps estabamaravillada y emocionada, pero probablemente hizo bien en no mostrar suentusiasmo. Cualquiera que hubiera sido testigo de los logros de aquellaniña se hubiera sentido tentado de armar un escándalo y contarlo en el
  • 17. pueblo, pero no la señora Phelps. Se ocupaba sólo de sus asuntos y hacíatiempo que había descubierto que rara vez valía la pena preocuparse por loshijos de otras personas.—El señor Hemingway dice algunas cosas que no comprendo —dijoMatilda—. Especialmente sobre hombres y mujeres. Pero, a pesar de eso,me ha encantado. La forma como cuenta las cosas hace que me sienta comosi estuviera observando todo lo que pasa.—Un buen escritor siempre te hace sentir de esa forma —dijo la señoraPhelps—. Y no te preocupes por las cosas que no entiendas. Deja que teenvuelvan las palabras, como la música.—Sí, sí.—¿Sabías —le preguntó la señora Phelps— que las bibliotecas públicascomo ésta te permiten llevar libros prestados a casa?
  • 18. —No lo sabía —dijo Matilda—. ¿Podría hacerlo?—Naturalmente —dijo la señora Phelps—. Cuando hayas elegido ellibro que quieras, tráemelo para que yo tome nota y es tuyo durante dossemanas. Si lo deseas, puedes llevarte más de uno.A partir de entonces, Matilda sólo iba a la biblioteca una vez porsemana, para sacar nuevos libros y devolver los anteriores. Su pequeñodormitorio lo convirtió en sala de lectura y allí se sentaba y leía la mayoríade las tardes, a menudo con un tazón de chocolate caliente al lado. No era lobastante alta para llegar a los cacharros de la cocina, pero colocaba una cajaque había en una dependencia exterior de la casa y se subía en ella parallegar a donde deseaba. La mayoría de las veces preparaba chocolatecaliente, calentando la leche en un cazo en el hornillo, antes de añadirle elchocolate. De vez en cuando preparaba Bovril y Ovaltina. Resultabaagradable llevarse una bebida caliente consigo y tenerla al lado mientras sepasaba las tardes leyendo en su tranquila habitación de la casa desierta. Loslibros la transportaban a nuevos mundos y le mostraban personajesextraordinarios que vivían unas vidas excitantes. Navegó en tiempospasados con Joseph Conrad. Fue a África con Ernest Hemingway y a laIndia con Rudyard Kipling. Viajó por todo el mundo, sin moverse de supequeña habitación de aquel pueblecito inglés.
  • 19. LEl señor Wormwood,experto vendedorde cochesOS padres de Matilda poseían una casa bastante bonita, con tresdormitorios en la planta superior, mientras que la inferior constabade comedor, sala de estar y cocina. Su padre era vendedor decoches de segunda mano y, al parecer, le iba muy bien.—El serrín es uno de los grandes secretos de mi éxito —dijo un día,orgullosamente—. Y no me cuesta nada. Lo consigo gratis en las serrerías.—¿Y para qué lo usas? —le preguntó Matilda.—Te gustaría saberlo, ¿eh? —dijo.—No veo cómo te puede ayudar el serrín a vender coches de segundamano, papá.—Eso es porque tú eres una majadera ignorante —afirmó su padre.Su forma de expresarse no era muy delicada, pero Matilda ya estabaacostumbrada. Sabía también que a él le gustaba presumir y ella le incitabadescaradamente.—Tienes que ser muy inteligente para encontrarle aplicación a algo queno vale nada —comentó—. A mí me encantaría poder hacerlo.—Tú no podrías —replicó su padre—. Eres demasiado estúpida. Perono me importa contárselo a Mike, ya que algún día estará en el negocioconmigo —despreciando a Matilda se volvió a su hijo y dijo—. Procurocomprar un coche de algún imbécil que ha utilizado tan mal la caja decambios que las marchas están desgastadas y suena como una carraca. Loconsigo barato. Luego, todo lo que tengo que hacer es mezclar una buenacantidad de serrín con el aceite de la caja de cambios y va tan suave comola seda.—¿Cuánto tarda en volver a empezar a rechinar? —preguntó Matilda.
  • 20. —Lo suficiente para que el comprador esté bastante lejos —dijo supadre sonriendo—. Unas cien millas.—Pero eso no es honrado, papá —dijo Matilda—. Eso es un engaño.—Nadie se hace rico siendo honrado —dijo el padre—. Los clientesestán para que los engañen.El señor Wormwood era un hombrecillo de rostro malhumorado, cuyosdientes superiores sobresalían por debajo de un bigotillo de aspectolastimoso. Le gustaba llevar chaquetas de grandes cuadros, de alegrecolorido y corbatas normalmente amarillas o verde claro.—Fíjate, por ejemplo, en el cuentakilómetros —prosiguió—. El quecompra un coche de segunda mano lo primero que hace es comprobar loskilómetros que tiene. ¿No es cierto?—Cierto —dijo el hijo.—Pues bien, compro un cacharro con ciento cincuenta mil kilómetros.Lo compro barato. Pero con esos kilómetros no lo va a comprar nadie, ¿no?Ahora no puedes desmontar el cuentakilómetros, como hace diez años, yhacer retroceder los números. Los instalan de forma que resulta imposibleamañarlos, a menos que seas un buen relojero o algo así. ¿Qué hacerentonces? Yo uso el cerebro, muchacho, eso es lo que hago.—¿Cómo? —preguntó el joven Michael, fascinado. Parecía haberheredado la afición de su padre por los engaños.—Me pongo a pensar y me pregunto cómo podría transformar uncuentakilómetros que marca ciento cincuenta mil kilómetros en uno quesólo marque diez mil, sin estropearlo. Bueno, lo conseguirías si haces andarel coche hacia atrás durante mucho tiempo. Los números irían hacia atrás,¿no? Pero ¿quién va a conducir un maldito coche marcha atrás durantemiles y miles de kilómetros? ¡No hay forma de hacerlo!
  • 21. —¡Por supuesto que no! —dijo el joven Michael.—Así que me estrujé el cerebro —siguió el padre—. Yo uso el cerebro.Cuando tienes un cerebro brillante tienes que usarlo. Y, de repente, me llególa solución. Te aseguro que me sentí igual que debió de sentirse ese tipo tanfamoso que descubrió la penicilina. «¡Eureka!», grité. «¡Lo conseguí!».—¿Qué hiciste, papá?—Del cuentakilómetros —explicó el señor Wormwood— sale un cableque va conectado a una de las ruedas delanteras. Primero, desconecté elcable en el lugar donde se acopla la rueda. Luego, me compré unataladradora eléctrica de gran velocidad y la conecté al extremo del cable, detal forma que, cuando gira, hace girar el cable al revés. ¿Me sigues? ¿Locomprendes?—Sí, papá —dijo el joven Michael.—Esas taladradoras giran a una velocidad enorme —dijo el padre—, asíque cuando conecto la taladradora, los números del cuentakilómetrosretroceden a toda velocidad. En pocos minutos puedo rebajar cincuenta milkilómetros del cuentakilómetros con mi taladradora eléctrica de granvelocidad. Y, cuando termino, el coche sólo ha hecho diez mil kilómetros yestá listo para su venta. «Está casi nuevo», le digo al cliente. «Apenas hahecho diez mil. Pertenecía a una señora mayor que sólo lo utilizaba una veza la semana para ir de compras».
  • 22. —¿De verdad puedes hacer que el cuentakilómetros vaya hacia atráscon una taladradora eléctrica? —preguntó Michael.—Te estoy contando secretos del negocio —dijo el padre—, así que novayas a decírselo a nadie. No querrás verme en chirona, ¿no?—No se lo diré a nadie —dijo el niño—. ¿Le haces eso a muchoscoches, papá?—Todo coche que pasa por mis manos recibe el tratamiento —dijo elpadre—. Antes de ofrecerlos a la venta, todos ven reducido su kilometrajepor debajo de diez mil. ¡Y pensar que lo he inventado yo…! —añadióorgullosamente—. Me ha hecho ganar una fortuna.Matilda, que había escuchado atentamente, dijo:—Pero papá, eso es aún peor que lo del serrín. Es repugnante. Estásengañando a gente que confía en ti.—Si no te gusta, no comas entonces la comida de esta casa —dijo elpadre—. Se compra con las ganancias.—Es dinero sucio —dijo Matilda—. Lo odio.Dos manchas rojas aparecieron en las mejillas del padre.—¿Quién demonios te crees que eres? —gritó—. ¿El arzobispo deCanterbury o alguien así, echándome un sermón sobre honradez? ¡Tú noeres más que una ignorante mequetrefe que no tiene ni la más mínima ideade lo que dice!
  • 23. —Bien dicho, Harry —dijo la madre. Y a Matilda—. Eres unadescarada por hablarle así a tu padre. Ahora, mantén cerrada tudesagradable boca para que podamos ver tranquilos este programa.Estaban en la sala de estar, frente a la televisión, con la bandeja de lacena sobre las rodillas. La cena consistía en una de esas comidas preparadasque anuncian en televisión, en bandejas de aluminio flexible, concompartimentos separados para la carne guisada, las patatas hervidas y losguisantes. La señora Wormwood comía con los ojos pendientes del serialamericano de la pequeña pantalla. Era una mujerona con el pelo teñido derubio platino, excepto en las raíces cercanas al cuero cabelludo, donde erade color castaño parduzco. Iba muy maquillada y tenía uno de esos tiposabotargados y poco agraciados en los que la carne parece estar atadaalrededor del cuerpo para evitar que se caiga.—Mami —dijo Matilda—, ¿te importa que me tome la cena en elcomedor y así poder leer mi libro?El padre levantó la vista bruscamente.—¡Me importa a mí! —dijo acaloradamente—. ¡La cena es una reuniónfamiliar y nadie se levanta de la mesa antes de terminar!—Pero nosotros no estamos sentados a la mesa —dijo Matilda—. No lohacemos nunca. Siempre cenamos aquí, viendo la tele.—¿Se puede saber qué hay de malo en ver la televisión? —preguntó elpadre.Su voz se había tornado de repente tranquila y peligrosa.
  • 24. Matilda no se atrevió a responderle y permaneció callada. Sintió que leinvadía la cólera. Sabía que no era bueno aborrecer de aquella forma a suspadres, pero le costaba trabajo no hacerlo. Lo que había leído le habíamostrado un aspecto de la vida que ellos ni siquiera vislumbraban. Si por lomenos hubieran leído algo de Dickens o de Kipling, sabrían que la vida eraalgo más que engañar a la gente y ver la televisión.Otra cosa. Le molestaba que la llamaran constantemente ignorante yestúpida, cuando sabía que no lo era. La cólera que sentía fue creciendo másy más y esa noche, acostada en su cama, tomó una decisión. Cada vez quesu padre o su madre se portaran mal con ella, se vengaría de una forma uotra. Esas pequeñas victorias la ayudarían a soportar sus idioteces yevitarían que se volviera loca. Recuerden que aún no tenía cinco años y que,a esa edad, no es fácil marcarle un tanto a un todopoderoso adulto. Aun así,estaba decidida a intentarlo. Después de lo que había sucedido esa nochefrente a la televisión, su padre fue el primero de la lista.
  • 26. AEl sombreroy el pegamentola mañana siguiente, poco antes de que su padre se marchara a suaborrecible garaje de coches de segunda mano, Matilda fue alguardarropa y cogió el sombrero que él llevaba todos los días altrabajo. Tuvo que ponerse de puntillas y servirse de un bastón paradescolgarlo de la percha. El sombrero era de copa baja y plana, con unapluma de ave en la cinta, y el señor Wormwood se sentía orgulloso de él.Creía que le daba un cierto aire atrevido y elegante, especialmente cuandolo llevaba ladeado y con su llamativa chaqueta de cuadros y la corbataverde.Matilda, con el sombrero en una mano y un tubo de pegamento en laotra, depositó un poco de éste con suma pulcritud alrededor del cercointerior del sombrero. Luego, lo volvió a colgar con cuidado en la perchavaliéndose del bastón. Calculó con exactitud la operación, aplicando elpegamento justamente en el momento en que su padre se levantaba de lamesa del desayuno.El señor Wormwood no notó nada cuando se puso el sombrero, pero alllegar al garaje no se lo pudo quitar. Aquel pegamento era un producto muyfuerte, tanto que si se tira demasiado puede arrancarle a uno la piel. El señorWormwood no tenía ningún deseo de perder el cuero cabelludo, por lo quetuvo que dejarse el sombrero puesto todo el día, hasta cuando ponía serrínen las cajas de cambio o alteraba los cuentakilómetros de los coches con sutaladro eléctrico. En un esfuerzo por salvar las apariencias, adoptó unaactitud descuidada, confiando en que su personal pensara que, en realidad,quería tener puesto el sombrero todo el día, como hacen los gángsters en laspelículas.
  • 27. Cuando llegó a su casa esa noche, seguía sin poderse quitar el sombrero.—No seas bobo —dijo su mujer—. Ven aquí. Yo te lo quitaré.Dio un tirón brusco del sombrero. El señor Wormwood soltó un alaridoque hizo temblar los cristales de las ventanas.—¡Aaaay! —gritó—. ¡No hagas eso! ¡Déjalo! ¡Me vas a arrancar la pielde la frente!
  • 28. Matilda, arrellanada en su asiento habitual, observaba con muchointerés la operación por encima del borde de su libro.—¿Qué pasa, papá? —preguntó—. ¿Se te ha hinchado de pronto lacabeza o algo así?El padre miró a su hija recelosamente, pero no dijo nada. ¿Cómo iba ahacerlo? Su mujer le dijo:—Tiene que ser pegamento. No puede ser otra cosa. Eso te enseñará ano manejar un producto como ése. Supongo que estarías intentando pegarotra pluma en el sombrero.—¡Yo no he tocado ese asqueroso producto! —rugió el señorWormwood.Se volvió y miró otra vez a Matilda, que le devolvió la mirada con susgrandes e inocentes ojos castaños.La señora Wormwood le dijo:
  • 29. —Deberías leer las etiquetas antes de usar productos peligrosos. Siguesiempre las instrucciones.—¿De qué diablos estás hablando, estúpida? —gritó el señorWormwood, sujetando el ala del sombrero para evitar que alguien intentaraquitárselo de nuevo—. ¿Me crees tan idiota como para haberme pegadoesto a la cabeza a propósito?Matilda dijo:—Un chico que vive en esta calle se metió un dedo en la nariz sin darsecuenta de que tenía un poco de pegamento en él.—¿Qué le pasó? —farfulló el señor Wormwood, sobresaltado.—Se le quedó pegado el dedo dentro de la nariz —dijo Matilda— ytuvo que ir así durante una semana. La gente le decía que no se hurgara lanariz, pero no podía hacer nada. Iba haciendo el ridículo.—Le estuvo bien empleado —dijo la señora Wormwood—. En primerlugar, no debía haberse metido el dedo ahí. Es una costumbre repugnante. Sia todos los niños les pusieran pegamento en los dedos, dejarían de hacerlo.—Las personas mayores también lo hacen, mami —dijo Matilda—. Yote vi a ti hacerlo ayer en la cocina.—¡Estoy harta de ti! —exclamó la señora Wormwood enrojeciendo.
  • 30. El señor Wormwood tuvo que dejarse el sombrero puesto durante lacena, frente al televisor. Tenía un aspecto ridículo y se mantuvo en silencio.Cuando fue a acostarse trató de quitárselo de nuevo, y lo intentótambién su mujer, pero no cedió.—¿Cómo voy a ducharme? —preguntó.—No podrás ducharte —le dijo su mujer.Más tarde, al observar a su enjuto marido dando vueltas por eldormitorio con su pijama de rayas moradas y el sombrero de copa baja en lacabeza, pensó el aspecto tan ridículo que tenía. Difícilmente podía asociarloal tipo de hombre con quien sueña una mujer.El señor Wormwood descubrió que lo peor de llevar puesto siempre unsombrero en la cabeza era tener que dormir con él. Era imposible reposarcómodamente sobre la almohada.—Deja de dar vueltas —le dijo su mujer al cabo de una hora demoverse de un lado a otro—. Me figuro que por la mañana estará másdespegado y saldrá fácilmente.
  • 31. Pero por la mañana seguía igual y no salía. Así que la señoraWormwood agarró unas tijeras y fue cortando poco a poco el sombrero,primero la copa y luego el ala. En las zonas donde la banda interior se habíapegado al pelo, en las sienes y en la parte de atrás de la cabeza, tuvo quecortarlo de raíz, dejándole un cerco blanco pelado alrededor, como si fuerauna especie de monje. Y en la frente, donde la banda se había pegadodirectamente a la piel desnuda, le quedaron pequeños parchecitos de restosde cuero, que no pudo quitarse por más que se lavara.—Tienes que intentar quitarte esos trocitos de la frente, papá. Parecenpequeños insectos de color marrón. La gente pensará que tienes piojos.
  • 32. —¡Cállate! —rugió el padre—. Cierra tu asquerosa boca, ¿quieres?En conjunto resultó una prueba satisfactoria. Pero sin duda era esperardemasiado que le hubiera servido al padre de lección permanente.
  • 33. EEl fantasmaN el hogar de los Wormwood hubo relativa calma durante unassemanas, aproximadamente, tras el episodio del pegamento.Resultó evidente que la experiencia había escarmentado al señorWormwood, que perdió temporalmente su costumbre de presumir yfanfarronear.Luego, de repente, volvió a atacar. Puede que hubiera tenido un mal díaen el garaje y no hubiera vendido suficientes coches de segunda mano depacotilla. Hay muchas cosas que vuelven irritables a un hombre cuandollega a casa del trabajo, y una mujer lista aprecia por lo general los síntomasde tormenta y lo deja solo hasta que se calma.Cuando el señor Wormwood regresó esa tarde del garaje, su rostro eratan tenebroso como una nube de tormenta y alguien iba a sufrir pronto elprimer embate. Su mujer notó inmediatamente los síntomas y se esfumó.Matilda estaba acurrucada en un sillón, en un rincón, totalmente absorta enun libro. El señor Wormwood conectó la televisión. La pantalla se iluminó yel programa comenzó a atronar la habitación. El señor Wormwood miró aMatilda. Ésta no se había movido. Estaba entrenada para cerrar los oídos alespantoso sonido de la temible caja. Siguió leyendo y eso, por algúnmotivo, enfureció a su padre. Puede que su enfado aumentara al ver que elladisfrutaba con algo que no estaba a su alcance.
  • 34. —¿No dejas nunca de leer? —preguntó bruscamente.—¡Ah, hola papá! —dijo agradablemente—. ¿Has tenido un buen día?—¿Qué es esta basura? —preguntó arrancándole el libro de las manos.—No es basura, papá, es precioso. Se titula El pony rojo y es de unescritor americano llamado John Steinbeck. ¿Por qué no lo lees? Teencantaría.—¡Porquerías! —dijo el señor Wormwood—. Si lo ha escrito unamericano tiene que ser una porquería. De eso es de lo que escriben todosellos.—No, papi, de verdad que es precioso. Trata de…—No quiero saber de qué trata —rugió el señor Wormwood—. Estoyharto de tus lecturas. Busca algo útil que hacer —con terrorífica brusquedadcomenzó a arrancar a puñados las páginas del libro y a arrojarlas a lapapelera.
  • 35. Matilda se quedó horrorizada. Su padre prosiguió. No había duda de queel hombre sentía cierto tipo de celos. ¿Cómo se atrevía ella —parecía decircon cada página que arrancaba—, cómo se atrevía a disfrutar leyendo libroscuando él no podía? ¿Cómo se atrevía?—¡Es un libro de la biblioteca! —exclamó Matilda—. ¡No es mío!¡Tengo que devolvérselo a la señora Phelps!—Tendrás que comprar otro entonces, ¿no? —dijo el padre, sin dejar dearrancar páginas—. Tendrás que ahorrar de tu paga hasta que reúnas eldinero preciso para comprar uno nuevo a tu preciosa señora Phelps, ¿no? —al decir esto, arrojó a la papelera las pastas, ahora vacías, del libro y salió dela habitación dejando puesta la televisión.En la misma situación que Matilda, la mayoría de los niños se hubieranechado a llorar. Ella no lo hizo. Se quedó muy tranquila, pálida y pensativa.Sabía que ni llorando, ni enfadándose, conseguiría nada. Cuando a uno leatacan, lo único sensato, como Napoleón dijo una vez, es contraatacar. Lamente maravillosamente aguda de Matilda ya estaba trabajando, tramandootro castigo adecuado para su odioso padre. El plan que comenzaba amadurar en su mente dependía, sin embargo, de que el loro de Fred fuerarealmente tan buen hablador como Fred decía.
  • 36. Fred era un amigo de Matilda. Era un niño de seis años que vivía a lavuelta de la esquina y llevaba muchos días explicándole lo buen habladorque era el loro que le había regalado su padre.Así pues, la tarde siguiente, tan pronto como la señora Wormwood semarchó en su coche a otra sesión de bingo, Matilda se encaminó a casa deFred para averiguarlo. Llamó a la puerta y le preguntó si sería tan amable deenseñarle el famoso pájaro. Fred se sintió encantado y la condujo a sudormitorio donde, en una jaula de gran altura, había un loro, de color azul yamarillo, realmente precioso.—Ahí está —dijo Fred—. Se llama Chopper.—Hazlo hablar —ordenó Matilda.—No puedes hacerle hablar —le explicó Fred—. Hay que tenerpaciencia. Habla cuando quiere.Aguardaron. De repente, el loro dijo: «Hola, hola, hola». Era igual queuna voz humana.—¡Es asombroso! —exclamó Matilda—. ¿Qué más sabe decir?—¡No fastidies! —dijo el loro, imitando maravillosamente una vozfantasmal—. ¡No fastidies!
  • 37. —No para de decir eso —rió Fred.—¿Qué más sabe decir? —preguntó Matilda.—Eso es todo. Pero es estupendo, ¿no?—Es fabuloso —admitió Matilda—. ¿Me lo dejarías una noche?—No —contestó Fred—. Desde luego que no.—Te daré mi paga de la semana que viene —dijo Matilda.Eso era otra cosa. Fred lo pensó unos segundos.—De acuerdo —dijo—, si prometes devolvérmelo mañana.Matilda regresó tambaleándose a su casa desierta, llevando la jaula conambas manos. En el comedor había una gran chimenea y colocó la jaula enla campana de aquélla, fuera de la vista. No le resultó fácil, pero finalmentese las arregló para colocarla.—¡Hola, hola, hola! —repitió el loro—. ¡Hola, hola!—¡Cállate, idiota! —ordenó Matilda, y fue a lavarse las manos paraquitarse el hollín.Esa noche, mientras la madre, el padre, el hermano y Matilda cenabancomo de costumbre en la sala de estar, frente a la televisión, llegó delcomedor, a través del vestíbulo, una voz fuerte y clara. Dijo: «¡Hola, hola,hola!».
  • 38. —¡Harry! —exclamó sobresaltada la madre, poniéndose blanca—. ¡Enla casa hay alguien! ¡He oído una voz!—¡Yo también! —dijo el hermano.Matilda se puso en pie de un brinco y apagó el televisor.—¡Chiss! —ordenó—. ¡Escuchad!Todos dejaron de comer y se quedaron muy tensos, con el oído atento.De nuevo escucharon la voz:—¡Hola, hola, hola!—¡Está ahí! —exclamó el hermano.—¡Son ladrones! —susurró la madre—. ¡Están en el comedor!—Creo que sí —dijo el padre, sin moverse.—¡Ve, pues, y atrápalos, Harry! —susurró la madre—. ¡Píllalos con lasmanos en la masa!
  • 39. El padre no se movió. Al parecer no tenía ninguna prisa por salir yconvertirse en un héroe. Su rostro se había vuelto gris.—¡Vamos, hazlo! —siseó apremiante la madre—. ¡Probablemente esténbuscando la plata!El marido se secó nerviosamente los labios con su servilleta.—¿Por qué no vamos todos y miramos? —propuso.—Vamos entonces —dijo el hermano—. Vamos, mamá.—No hay duda de que están en el comedor —susurró Matilda—. Estoysegura de que están allí.La madre agarró un atizador del fuego. El padre, un palo de golf quehabía en un rincón. El hermano asió una lámpara de mesa, arrancando laclavija del enchufe. Matilda empuñó el cuchillo con el que estaba comiendoy los cuatro se dirigieron a la puerta del comedor, manteniéndose el padrebien detrás de los otros.—¡Hola, hola, hola! —dijo otra vez la voz.—¡Vamos! —gritó Matilda, e irrumpió en la habitación blandiendo elcuchillo—. ¡Manos arriba! —gritó—. ¡Os hemos pillado!Los otros la siguieron, agitando sus armas. Luego se detuvieron.Miraron a su alrededor. Allí no había nadie.—Aquí no hay nadie —dijo el padre, con gran alivio.—¡Yo lo oí, Harry! —chilló la madre, que aún temblaba—. Está aquí,en alguna parte —añadió, y empezó a buscar detrás del sofá y de lascortinas.
  • 40. En ese momento volvió a oírse la voz, ahora suave y fantasmal.—¡No fastidies! —dijo—. ¡No fastidies!Dieron un brinco, sobresaltados, incluso Matilda, que era una buenaactriz. Miraron a su alrededor. No había nadie.—Es un fantasma —afirmó Matilda.—¡Que el cielo nos valga! —gritó la madre, agarrándose al cuello de sumarido.—¡Claro que es un fantasma! —dijo Matilda—. ¡Yo lo he escuchadoantes! Esta habitación está encantada. Creía que lo sabíais.—¡Sálvanos! —gritó la madre, casi estrangulando a su marido.—Yo me voy de aquí —dijo el padre, más gris aún.Salieron todos, cerrando la puerta tras ellos.A la tarde siguiente, Matilda se las arregló para rescatar de la chimeneaun loro bastante manchado de hollín y malhumorado y sacarlo de la casa sinser vista. Salió por la puerta trasera y lo llevó, sin dejar de correr, a casa deFred.—¿Se portó bien? —le preguntó Fred.—Lo hemos pasado estupendamente con él —dijo Matilda—. A mispadres les ha encantado.
  • 41. MAritméticaATILDA anhelaba que sus padres fueran buenos, cariñosos,comprensivos, honrados e inteligentes, pero tenía queapechugar con el hecho de que no lo eran. No le resultaba fácil.Sin embargo, el juego que se había ingeniado, consistente en castigar a unoo a ambos cada vez que se comportaban repugnantemente con ella, hacía suvida más o menos soportable.Al ser muy pequeña y muy joven, el único poder que tenía Matildasobre cualquiera de su familia era el del cerebro. Los superaba en ingenio.Pero seguía inalterable el hecho de que en cualquier familia, una niña decinco años se veía obligada siempre a hacer lo que decían, por estúpido quefuera. Por eso, siempre tenía que tomar una de esas cenas que anuncian entelevisión, frente a la espantosa caja. Entre semana se pasaba todas lastardes sola, y cuando le decían que se callara tenía que callarse.Su válvula de escape, lo único que impedía que se volviera loca, era elplacer de maquinar e infligir aquellos magníficos castigos, y lo curioso eraque parecían surtir efecto durante algún tiempo. El padre especialmente sevolvía menos fanfarrón e intratable durante algunos días, después de recibiruna dosis de la medicina mágica de Matilda.El incidente del loro bajó claramente los humos a sus padres y, porespacio de una semana, se comportaron de forma relativamente civilizadacon su hijita. Pero ¡ay!, eso no podía durar. El siguiente estallido se produjouna tarde en la sala de estar. El señor Wormwood acababa de regresar deltrabajo. Matilda y su hermano estaban tranquilamente sentados en el sofá,esperando que su madre les llevara las bandejas de la cena. La televisiónaún no estaba encendida.Llegó el señor Wormwood con un llamativo traje de cuadros y unacorbata amarilla. Los horribles cuadros naranjas y verdes de la chaqueta ylos pantalones casi deslumbraban al que lo miraba. Parecía un corredor deapuestas de ínfima calidad ataviado para la boda de su hija y,
  • 42. evidentemente, esa noche se sentía muy satisfecho consigo mismo. Se sentóen un sillón, se frotó las manos y se dirigió a su hijo en voz alta.—Bien, hijo mío —dijo—, tu padre ha tenido un día muy afortunado.Esta noche es mucho más rico que esta mañana. He vendido nada menosque cinco coches, cada uno de ellos con un buen beneficio. Serrín en la cajade cambios, la taladradora eléctrica en los cables del cuentakilómetros, unchafarrinón de pintura aquí y allá y algunos otros pequeños trucos y losidiotas se desviven por comprarlos.Sacó una hojita de papel del bolsillo y la examinó.—Escucha, chico —continuó, dirigiéndose al hijo e ignorando a Matilda—. Dado que algún día estarás metido en este negocio conmigo, tienes queaprender a calcular al final de cada día los beneficios obtenidos. Trae unbloc y un lápiz y veamos lo inteligente que eres.El hijo salió obedientemente de la habitación y regresó con los objetosde escritura solicitados.—Anota estas cifras —dijo el padre, leyendo su hojita de papel—.Compré el coche número uno por doscientas setenta y ocho libras y lo vendípor mil cuatrocientas veinticinco. ¿Lo has entendido?El chico de diez años anotó, lenta y cuidadosamente, las dos cifras porseparado.—El coche número dos —prosiguió el padre— me costó cientodieciocho libras y lo vendí por setecientas sesenta. ¿Entendido?
  • 43. —Sí, papá —dijo el hijo—. Lo he entendido.—El coche número tres costó ciento once libras y se vendió p*rnovecientas noventa y nueve libras y cincuenta peniques.—Repítelo otra vez —pidió el hijo—. ¿Por cuánto se vendió?—Por novecientas noventa y nueve libras y cincuenta peniques —dijoel padre—. Y, a propósito, ése es otro de mis estupendos trucos paraengañar al cliente. No digas nunca una cifra redonda. Siempre un poco pordebajo. No digas jamás mil libras. Di novecientas noventa y nuevecincuenta. Parece mucho menos, pero no lo es. Inteligente, ¿no?—Mucho —dijo el hijo—. Eres muy listo, papá.—El coche número cuatro costó ochenta y seis libras, era una ruina, y sevendió por seiscientas noventa y nueve libras con cincuenta.—No vayas tan rápido —dijo el hijo, anotando las cifras—. Ya, ya está.
  • 44. —El coche número cinco costó seiscientas treinta y siete libras y sevendió por mil seiscientas cuarenta y nueve con cincuenta. ¿Has anotadotodas esas cifras, hijo?—Sí, papá —respondió el chico, encorvado sobre el bloc mientrasescribía cuidadosamente.—Muy bien —dijo el padre—. Ahora calcula lo que he ganado con cadauno de los coches y suma el total. Así sabrás cuánto dinero ha ganado hoytu inteligente padre.—Son muchas sumas —objetó el chico.—Claro que son muchas sumas —dijo el padre—. Pero cuando se estáen un gran negocio, como lo estoy yo, tienes que ser un lince en aritmética.A mí me llevó menos de diez minutos calcularlo.—¿Quieres decir que lo calculaste mentalmente, papá? —preguntó elhijo con ojos de asombro.—Bueno, no exactamente —dijo el padre—. Nadie podría hacerlo. Perono me llevó mucho tiempo. Cuando termines, dime cuáles son misganancias del día. Yo tengo el total apuntado aquí y ya te diré si estás en locierto.Matilda dijo pausadamente:—Papá, ganaste exactamente cuatro mil trescientas tres libras ycincuenta peniques.—No te metas en esto —dijo el padre—. Tu hermano y yo estamosocupados en altas finanzas.—Pero, papá…
  • 45. —¡Cállate! —dijo el padre—. Deja de calcular e intentar parecerinteligente.—Mira tu cifra, papá —dijo amablemente Matilda—. Si la hascalculado bien, tiene que ser cuatro mil trescientas tres libras y cincuentapeniques. ¿Es lo que te da a ti, papá?El padre echó un vistazo al papel que tenía en la mano. Parecía habersequedado rígido. Estaba muy tranquilo. Hubo un silencio. Luego dijo:—Repítelo.—Cuatro mil trescientas tres libras y cincuenta peniques —dijo Matilda.Hubo otro silencio. El rostro del padre estaba empezando a ponerserojo.—Estoy segura de que es ésa —dijo Matilda.—¡Tú… tú, tramposa! —gritó de repente el padre, señalándola con eldedo—. ¡Lo has visto en mi papel! ¡Has leído lo que tengo aquí escrito!—Estoy en el otro lado de la habitación —dijo Matilda—. ¿Cómopodría verlo?—¡No digas tonterías! —gritó el padre—. ¡Claro que lo has visto!¡Tienes que haberla visto! ¡Nadie en el mundo podría dar la respuesta así, ymenos una niña! ¡Usted es una tramposa, señora mía, eso es lo que es usted!¡Una tramposa y una embustera!En ese momento llegó la madre llevando una gran bandeja con lascuatro bandejas más pequeñas de la cena. Esta vez, la cena consistía enpescado frito con patatas fritas, que la señora Wormwood había compradoen la tienda al volver del bingo. Al parecer, el bingo de las tardes la dejaba
  • 46. tan agotada, tanto física como mentalmente, que nunca tenía fuerzassuficientes para hacer una cena casera. Así que no era una bandeja concomida preparada, sino pescado y patatas fritas de la freiduría.—¿Por qué estás tan colorado, Harry? —preguntó mientras dejaba labandeja sobre la mesita del café.—Tu hija es una tramposa y una embustera —dijo el padre, agarrandosu plato de pescado y colocándoselo en las rodillas—. Enciende latelevisión y no hablemos más.
  • 47. MEl hombre rubio platinoATILDA no tenía la más mínima duda de que esta últimainfamia de su padre se merecía un severo castigo, así quemientras comía su horrible pescado con patatas fritas, sucerebro barajaba diversas posibilidades. A la hora de irse a la cama ya habíatomado una decisión.A la mañana siguiente se levantó temprano, fue al cuarto de baño ycerró la puerta. Como ya sabemos, la señora Wormwood llevaba el peloteñido de un color rubio platino resplandeciente, muy parecido al relucientecolor plateado de las mallas de una equilibrista de circo. Se teñía el pelo dosveces al año en la peluquería, pero la señora Wormwood lo cuidaba,aclarándolo en el lavabo más o menos todos los meses con un productollamado TINTE RUBIO PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO. También leservía aquel producto para teñir las molestas raíces de color castaño. Elfrasco de TINTE RUBIO PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO se guardaba enel armarito del cuarto de baño y en la etiqueta, debajo del nombre, se leía«Precaución: peróxido. Manténgase fuera del alcance de los niños». Matildalo había leído maravillada muchas veces.
  • 48. El padre de Matilda tenía una espléndida cabellera negra, que peinabacon raya en medio, y de la que se sentía extremadamente orgulloso.—Un buen pelo —le encantaba decir— significa que hay un buencerebro debajo.—Como Shakespeare —comentó una vez Matilda.—¿Como quién?—Como Shakespeare, papi.—¿Era inteligente?—Mucho, papi.—Tendría un montón de pelo, ¿no?—Era calvo, papi.A lo cual, el padre respondió con brusquedad.—Si no sabes decir cosas sensatas, cierra el pico.Sea como sea, el señor Wormwood conservaba su pelo fuerte yreluciente o, al menos, así lo creía él, frotándose todas las mañanas congrandes cantidades de una loción llamada ACEITE DE VIOLETAS. TÓNICOCAPILAR. Siempre había un frasco de esta perfumada mezcla de colorvioláceo en la repisa de encima del lavabo, junto a los cepillos de dientes, ytodos los días el señor Wormwood se daba un vigoroso masaje en el cuerocabelludo con ACEITE DE VIOLETAS, una vez que terminaba de afeitarse.
  • 49. Acompañaba este masaje capilar y del cuero cabelludo con fuertes gruñidosmasculinos y profundos resuellos y exclamaciones de «¡Ah, así está mejor!¡Así, hasta las raíces!», que Matilda percibía con toda claridad desde sudormitorio, al otro lado del pasillo.En la temprana intimidad del cuarto de baño, Matilda desenroscó la tapadel ACEITE DE VIOLETAS de su padre y vertió tres cuartas partes de sucontenido por el desagüe del lavabo. A continuación, rellenó el frasco conel TINTE RUBIO PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO de su madre. Dejósuficiente cantidad del tónico capilar de su padre para que, al agitarlo, lamezcla permaneciera aún razonablemente violácea. Tras eso, volvió acolocar el frasco en la repisa, sobre el lavabo, teniendo cuidado de dejar eltinte de su madre en el armario. Hasta aquí, bien.A la hora del desayuno, Matilda estaba sentada tranquilamente en lamesa del comedor comiendo copos de maíz. Su hermano se sentaba frente aella, de espaldas a la puerta, devorando trozos de pan recubiertos de unamezcla de manteca de cacahuetes y mermelada de fresas. La madre estabaen la cocina, preparando el desayuno del señor Wormwood, que consistía
  • 50. siempre en dos huevos fritos con pan, tres salchichas de cerdo, dos tiras detocino y unos tomates fritos.En ese momento entró ruidosamente en la habitación el señorWormwood. Era incapaz de entrar tranquilamente en una habitación,especialmente a la hora del desayuno. Siempre tenía que hacer sentir supresencia, originando mucho alboroto. Parecía como si dijera: «¡Soy yo, elgran hombre, el amo de la casa, el que gana el dinero y el que hace posibleque los demás vivan tan bien! ¡Fijaos en mí y presentadme vuestrosrespetos!».Esta vez, le dio una palmadita en la espalda a su hijo al entrar y dijo convoz fuerte:—Bien, hijo mío, tu padre presiente que está ante otro día productivo enel garaje. He comprado unas preciosidades que voy a endilgar esta mañanaa los idiotas. ¿Dónde está mi desayuno?—¡Ya va, cariño! —dijo la señora Wormwood desde la cocina.Matilda tenía la vista baja, fija en los copos de maíz. No se atrevía amirar. En primer lugar, no estaba segura en absoluto de lo que iba a ver. Y,en segundo lugar, si veía lo que creía que iba a ver, no confiaba en podersemantener seria. El hijo, mientras se atiborraba de pan con manteca decacahuetes y mermelada de fresas, miraba hacia la ventana.El padre se dirigía a la cabecera de la mesa para sentarse, cuando llegóde la cocina la madre con paso majestuoso, llevando un plato enorme, llenode huevos, salchichas, tocino y tomates. Levantó la vista. Vio a su marido.Se quedó paralizada. Luego soltó un grito que pareció elevarse en el aire ydejó caer el plato con estrépito en el suelo. Todos pegaron un brinco,incluso el señor Wormwood.—¿Qué demonios te pasa, mujer? —gritó—. ¡Mira cómo has puesto laalfombra!—¡Tu pelo! —gritó histéricamente la mujer, señalando con dedotembloroso a su marido—. ¡Mira tu pelo! ¿Qué te has puesto?—¿Qué le pasa a mi pelo, si puede saberse?—¡Oh, papá! ¿Qué te has puesto en el pelo? —exclamó el hijo.
  • 51. Se estaba desarrollando una divertida y ruidosa escena en el comedor.Matilda no dijo nada. Permaneció sentada, admirando el maravillosoefecto de su obra. La espléndida cabellera negra del señor Wormwoodpresentaba un color plateado sucio, el color, esta vez, de la malla de unaequilibrista que no se hubiera lavado en toda la temporada de circo.—¡Te lo has… te lo has teñido! —gritó histéricamente la madre—. ¿Porqué lo has hecho, imbécil? ¡Tienes un aspecto horrible! ¡Es horroroso!¡Pareces un monstruo!—¿De qué diablos estás hablando? —gritó el padre llevándose lasmanos al pelo—. ¡Naturalmente que no me lo he teñido! ¿Por qué diceseso? ¿Qué le ha pasado? ¿O se trata de algún chiste estúpido? —su cara seiba tornando verde pálido, el color de las manzanas ácidas.—Tienes que habértelo teñido, papá —dijo el hijo—. Tiene el mismocolor que el de mamá, sólo que más sucio.—¡Claro que se lo ha teñido! —gritó la madre—. ¡No puede cambiar decolor él solo! ¿Qué demonios querías hacer, volverte guapo o algo así?¡Pareces como una abuela a la que se le hubiera ido la mano!—¡Dame un espejo! —vociferó el padre—. ¡No te quedes gritándome!¡Dame un espejo!
  • 52. El bolso de la madre estaba en una silla, al otro extremo de la mesa. Loabrió y sacó una polvera que tenía un espejito redondo en la parte interiorde la tapa. La abrió y se la entregó a su marido. Éste la agarróviolentamente y se la acercó a la cara y, al hacerlo, se derramó la mayorparte de los polvos de la polvera en su elegante chaqueta de tweed.—¡Ten cuidado! —gritó la madre—. ¡Mira lo que has hecho ahora!¡Son los mejores polvos de Elizabeth Arden para la cara!—¡Oh, Dios mío! —exclamó el padre al verse en el espejito—. ¿Qué hapasado? ¡Tengo un aspecto horrible! ¡Parezco como si se te hubiera ido lamano a ti! ¡No puedo ir así al garaje a vender coches! ¿Cómo ha sucedido?—miró a su alrededor, primero a la madre, luego al hijo y, finalmente, aMatilda—. ¿Cómo ha podido suceder? —gritó.—Supongo, papá —dijo Matilda tranquilamente—, que, sin dartecuenta, habrás cogido de la repisa el frasco del producto de mamá en lugardel tuyo.—¡Eso es lo que ha pasado, claro! —exclamó la madre—. ¿Cómopuedes ser tan estúpido, Harry? ¿Por qué no lees las etiquetas antes deecharte encima un producto? El mío es terriblemente fuerte. ¡Yo sólo usouna cucharada disuelta en una palangana de agua y vas tú y te lo echas puroen la cabeza! Con probabilidad se te acabará cayendo el pelo. ¿Te pica elcuero cabelludo, cariño?
  • 53. —¿Quieres decir que me voy a quedar sin pelo? —vociferó el marido.—Creo que sí —dijo la madre—. El peróxido es un producto químicomuy fuerte. Es lo que se emplea en el retrete para desinfectar la taza, sóloque con otro nombre.—¿Qué estás diciendo? —gritó el marido—. ¡Yo no soy una taza deretrete! ¡No quiero que me desinfecten!—Incluso diluido como lo uso yo —dijo la madre—, se me cae unagran cantidad de pelo, así que cualquiera sabe lo que te puede pasar a ti. Mesorprende que no se te haya caído ya todo lo de arriba.—¿Y qué puedo hacer? —gimió el padre—. ¡Dime enseguida lo quetengo que hacer antes de que empiece a caerse!—Si yo fuera tú —intervino Matilda—, me lo lavaría bien con agua yjabón, papá. Pero tendrás que darte prisa.—¿Y con eso le volverá el color? —preguntó ansiosamente el padre.—¡Claro que no, imbécil! —exclamó la madre.—¿Qué hago, entonces? No puedo ir por ahí con este aspecto.—Tendrás que teñírtelo de negro —dijo la madre—, pero lávateloprimero o no tendrás nada que teñir.—¡Rápido! —gritó el padre, reaccionando—. ¡Consígueme horaenseguida con tu peluquero para que me lo tiña! ¡Di que se trata de unaemergencia! ¡Tendrá que quitar a alguien de la lista! Ahora voy a subir alavármelo.Dicho esto, el hombre salió a toda prisa de la habitación y la señoraWormwood, suspirando profundamente, se dirigió al teléfono para llamar alsalón de belleza.—Papá hace tonterías de vez en cuando, ¿no, mamá? —dijo Matilda.La madre, mientras marcaba el número de teléfono, comentó:—Me temo que los hombres no son siempre tan inteligentes como ellosse creen. Ya lo aprenderás cuando seas un poco mayor, hija.
  • 55. MLa señorita HoneyATILDA empezó la escuela un poco tarde. La mayoría de losniños empezaban antes de los cinco años, pero los padres deMatilda, a los que, en todo caso, no les preocupaba mucho laeducación de su hija, se olvidaron de hacer los arreglos precisos conanticipación. Cuando fue por primera vez a la escuela, tenía cinco años ymedio.La escuela para niños del pueblo era un edificio tristón de ladrillo,llamado Escuela Primaria Crunchem. Albergaba a unos doscientoscincuenta niños, de edades comprendidas entre cinco y poco menos de doceaños. La directora, la jefa, la suprema autoridad de este establecimiento, erauna dama terrible, de mediana edad, llamada señorita Trunchbull.A Matilda, como es natural, le asignaron la clase inferior, donde habíaotros dieciocho niños, aproximadamente de su misma edad. La profesoraera la señorita Honey, que no tendría más de veintitrés o veinticuatro años.Tenía un bonito rostro ovalado pálido de madonna, con ojos azules y pelocastaño claro. Su cuerpo era tan delgado y frágil que daba la impresión deque, si se caía, se rompería en mil pedazos, como una figurita de porcelana.La señorita Honey era una persona apacible y discreta; que nuncalevantaba la voz y a la que raramente se veía sonreír, pero que, sin duda,tenía el don de que la adoraban todos los niños que estaban a su cargo.Parecía comprender perfectamente el desconcierto y el temor que tan amenudo embarga a los niños a los que, por primera vez en su vida, se lesagrupa en una clase y se les dice que tienen que obedecer lo que se lesordene. Cuando hablaba a un desconcertado y melancólico recién llegado ala clase, el rostro de la señorita Honey desprendía una casi tangiblesensación de cordialidad.La señorita Trunchbull, la directora, era totalmente diferente. Se tratabade un gigantesco ser terrorífico, un feroz monstruo tiránico que atemorizabala vida de los alumnos y también de los profesores. Despedía un aire
  • 56. amenazador, aun a distancia, y cuando se acercaba a uno, casi podía notarseel peligroso calor que irradiaba, como si fuera una barra metálica al rojovivo. Cuando marchaba por un pasillo —la señorita Trunchbull nuncacaminaba, siempre marchaba como una tropa de asalto, con largas zancadasy exagerado balanceo de brazos—, se oían sus resoplidos al acercarse y, sipor casualidad se encontraba un grupo de niños en su camino, se abría pasoentre ellos como un tanque, y los niños tenían que apartarse a derecha eizquierda. Gracias a Dios, no nos topamos con muchas personas así en elmundo, aunque las hay y todos nos encontramos, por lo menos, con una deellas en la vida. Si le pasa a usted, compórtese igual que si se hallara anteun rinoceronte furioso en la selva: súbase al árbol más cercano y quédeseallí hasta que se haya ido. Es casi imposible describir a esta mujer, con susexcentricidades y su aspecto, pero intentaré hacerlo un poco más adelante.Dejémosla de momento y volvamos a Matilda y su primer día en la clase dela señorita Honey.Tras pasar lista, la señorita entregó un cuaderno de ejercicios a cadaalumno.—Supongo que habréis traído vuestros lápices —dijo.
  • 57. —Sí, señorita Honey —respondieron al unísono.—Bien. Éste es el primer día de escuela para vosotros. Es el principiode once largos años de escuela, por lo menos, que tenéis que pasar todosvosotros. Y seis de esos años los pasaréis aquí, en la Escuela Crunchem,donde, como sabéis, la directora es la señorita Trunchbull. Ella quiere quehaya una estricta disciplina en la escuela y, si queréis un consejo, hacedtodo lo posible para comportaros bien en su presencia. No discutáis nuncacon ella. No le repliquéis nunca. Haced siempre lo que diga. Si os enfrentáisa ella, puede haceros papilla. No es cosa de risa, Lavender. Suprime esasonrisa de tu cara. Haríais bien en recordar que la señorita Trunchbull esmuy severa con cualquiera que se sale de las normas de esta escuela.¿Habéis entendido lo que quiero decir?—Sí, señorita Honey —canturrearon dieciocho excitadas vocecillas.—Por mi parte —prosiguió la señorita Honey—, quiero ayudaros a queaprendáis todo lo posible mientras estéis en esta clase. Sé que eso osfacilitará luego las cosas. Así, pues, espero que para finales de semanasepáis todos la tabla de multiplicar por dos y, al final del curso, que hayáisaprendido las tablas de multiplicar hasta doce. Si las aprendéis, os ayudaráenormemente. Veamos ahora. ¿Alguno de vosotros sabe la tabla demultiplicar por dos?Matilda levantó la mano. Era la única.La señorita Honey miró atentamente a la pequeñaja de pelo oscuro ycara redonda y seria sentada en la segunda fila.
  • 58. —Magnífico —dijo—. Levántate, por favor, y dila hasta donde sepas.Matilda se puso en pie y comenzó a decir la tabla de multiplicar por dos.Cuando llegó a «dos por doce, veinticuatro», no se detuvo. Siguió con «dospor trece, veintiséis», «dos por catorce, veintiocho», «dos por quince,treinta», «dos por dieciséis…».—¡Basta! —dijo la señorita Honey. Había escuchado deleitada aqueltranquilo recital y preguntó—. ¿Hasta dónde sabes?—¿Hasta dónde? —dijo Matilda—. La verdad es que no lo sé, señoritaHoney. Bastante más, supongo.La señorita Honey se tomó unos instantes para digerir aquella curiosaafirmación.—¿Crees —preguntó— que sabrías decirme cuántas son dos porveintiocho?—Sí, señorita Honey.—¿Cuántas son?—Cincuenta y seis, señorita Honey.—Veamos algo más difícil, como, por ejemplo, dos por cuatrocientasochenta y siete. ¿Sabrías decirme cuántas son?—Sí, creo que sí —dijo Matilda.—¿Estás segura?—Claro que sí, señorita Honey, estoy segura.—Entonces dime cuántas son dos por cuatrocientas ochenta y siete.—Novecientas setenta y cuatro —respondió al instante Matilda.Hablaba tranquila y cortésmente, sin ningún alarde de presunción.La señorita Honey miró a Matilda totalmente asombrada, pero cuandovolvió a hablar lo hizo sin alterar el tono de voz.—Eso es estupendo —dijo— pero, por supuesto, multiplicar por dos esmucho más fácil que por otros números mayores. ¿Sabes alguna otra tablade multiplicar?—Eso creo, señorita Honey. Creo que sí.—¿Cuáles, Matilda? ¿Hasta cuál sabes?
  • 59. —No… no lo sé exactamente —respondió Matilda—. No sé lo quequiere usted decir.—Quiero decir que si sabes la tabla de multiplicar del tres.—Sí, señorita Honey.—¿Y la del cuatro?—Sí, señorita Honey.—Bueno, ¿cuántas sabes, Matilda? ¿Sabes todas hasta la del doce?—Sí, señorita Honey.—¿Cuántas son doce por siete?—Ochenta y cuatro —respondió Matilda.La señorita Honey hizo una pausa y se echó hacia atrás en su asiento,tras la mesa desnuda que había frente a la clase. Se sentía totalmentedesconcertada por aquella situación, pero tuvo buen cuidado en nodemostrarlo. Nunca se había encontrado con una niña de cinco años, nisiquiera de diez, que supiera multiplicar con tal facilidad.—Espero que estéis escuchando esto —dijo dirigiéndose al resto de laclase—. Matilda es una chica muy afortunada. Tiene unos padresmaravillosos que ya le han enseñado a multiplicar por un montón denúmeros. ¿Fue tu madre la que te enseñó, Matilda?—No, señorita Honey, no.—Entonces tienes que tener un padre magnífico. Debe de ser unprofesor excelente.—No, señorita Honey —dijo Matilda reposadamente—. Mi padre nome ha enseñado.
  • 60. —¿Quieres decir que has aprendido sola?—No lo sé muy bien —dijo honradamente Matilda—. Es sólo que noencuentro muy difícil multiplicar un número por otro.La señorita Honey aspiró profundamente y dejó escapar luego el airecon lentitud. Volvió a mirar a la chiquilla de ojos brillantes que permanecíade pie junto a su pupitre, con aspecto sensato y solemne.—Dices que no te resulta difícil multiplicar un número por otro —dijola señorita Honey—. ¿Podrías explicarme eso un poco más?—¡Oh! —exclamó Matilda—. No estoy muy segura.—Por ejemplo —dijo la señorita Honey—, si te pregunto cuántas soncatorce por diecinueve… no, eso es demasiado difícil…—Doscientas sesenta y seis —dijo Matilda, suavemente.La señorita Honey la miró. Luego cogió un lápiz y realizó la operacióncon rapidez en un papel.—¿Cuánto dijiste que era? —preguntó, levantando la vista.—Doscientas sesenta y seis —respondió Matilda.La señorita Honey dejó el lápiz, se quitó las gafas y se puso a limpiarlos cristales con un pañuelo de papel. La clase estaba callada, observándola
  • 61. y aguardando lo que vendría a continuación. Matilda seguía de pie junto asu pupitre.—Bueno, dime una cosa, Matilda —inquirió la señorita Honey, queseguía limpiando las gafas—. Procura decirme exactamente lo que sucededentro de tu cabeza cuando tienes que efectuar una multiplicación comoésa. Evidentemente, tienes que calcularla de alguna forma, pero parece quesabes la respuesta casi al instante. Fíjate en lo que acabas de decir, catorcemultiplicado por diecinueve.—Yo… yo, simplemente, apunto catorce en mi cabeza y lo multiplicopor diecinueve —aclaró Matilda—. No sé cómo explicarlo de otra forma.Siempre me he dicho que si lo hacía una pequeña calculadora de bolsillo,por qué no iba a poder hacerlo yo.—Claro, claro —asintió la señorita Honey—. El cerebro humano es unacosa asombrosa.—Yo creo que es mucho mejor que un trozo de metal —afirmó Matilda—. Una calculadora no es más que eso.—Cierto —dijo la señorita Honey—. De todas formas, en esta escuelano se permite tener calculadoras de bolsillo.La señorita Honey comenzaba a sentir estremecimientos. No le cabía lamenor duda de que se encontraba ante un cerebro matemáticoverdaderamente extraordinario y en su mente empezaron a revolotearpalabras como niña genial y niña prodigio. Sabía que esa clase demaravillas surgen en el mundo de vez en cuando, aunque sólo una o dosveces en un centenar de años. Al fin y al cabo, Mozart sólo tenía cinco añoscuando comenzó a componer piezas para piano, y hay que ver a lo quellegó.—No es justo —dijo Lavender—. ¿Cómo puede hacerlo ella y nosotrosno?—No te preocupes, Lavender, pronto lo aprenderás —respondió laseñorita Honey, mintiendo entre dientes.Al llegar a ese punto, la señorita Honey no pudo resistir la tentación deexplorar más profundamente la mente de aquella asombrosa niña. Sabía quedebería prestar alguna atención al resto de la clase, pero estaba demasiadoemocionada para abandonar el tema.
  • 62. —Bien —dijo, aparentando dirigirse a toda la clase—, dejemos demomento los números y veamos si alguno de vosotros sabe ya deletrear.Levantad la mano los que sepáis deletrear la palabra «gato».Se alzaron tres manos. La de Lavender, la de un chico pequeño llamadoNigel y la de Matilda.—A ver, Nigel, deletrea «gato».Nigel deletreó la palabra.La señorita Honey decidió hacer una pregunta que, normalmente, no sele hubiera ocurrido hacer el primer día de clase.—No sé —dijo— si alguno de vosotros tres, que sabéis deletrear lapalabra «gato», habéis aprendido a leer un grupo de palabras que formanuna frase.—Yo lo sé —dijo Nigel.—Yo también —dijo Lavender.La señorita Honey se dirigió a la pizarra y escribió con la tiza la frase«Yo ya he aprendido a leer frases largas». La había puesto difícil apropósito y sabía que había pocos niños de cinco años que fueran capacesde leerla.—Nigel, ¿sabes lo que dice?—Es muy difícil —dijo Nigel.—¿Y tú, Lavender?—La primera palabra es «yo» —dijo Lavender.—¿Alguno de vosotros puede leer la frase entera? —preguntó laseñorita Honey, aguardando el «sí» que estaba segura que escucharía deMatilda.—Sí —dijo Matilda.—Adelante —dijo la señorita Honey.Matilda leyó la frase sin la menor vacilación.—Eso está muy bien —dijo la señorita Honey, haciendo la afirmaciónde su vida—. ¿Cuánto puedes leer, Matilda?—Creo que puedo leer la mayoría de las cosas, señorita Honey —respondió Matilda—, aunque no siempre entiendo el significado.La señorita Honey se levantó y salió rápidamente del aula, regresando alcabo de treinta segundos con un grueso libro. Lo abrió al azar y lo dejó
  • 63. sobre el pupitre de Matilda.—Éste es un libro de poesía humorística —dijo—. Veamos si eres capazde leer en voz alta.Tranquilamente, sin una pausa y a buena velocidad, Matilda comenzó aleer:Un sibarita, cenando en Sisoencontró un ratón de buen tamaño en su guiso.—No grite —el camarero le dijo—ni se lo diga a nadie, pues de fijolos demás querrán también otro en su plato.Algunos niños captaron el lado humorístico de la rima y se rieron. Laseñorita Honey preguntó:—¿Sabes lo que es un sibarita, Matilda?—Alguien que es muy exquisito con la comida —respondió Matilda.—Es correcto —dijo la señorita Honey—. ¿Y sabes, por casualidad,cómo se llama ese tipo de poesía?—Se llama quintilla —explicó Matilda—. Ésta es preciosa. Tienemucha gracia.—Es muy conocida —aclaró la señorita Honey, recogiendo el libro yregresando a su mesa frente a la clase—. Una quintilla ingeniosa es muydifícil de escribir —añadió—. Parecen fáciles, pero, desde luego, no lo son.—Lo sé —dijo Matilda—. Yo he escrito algunas, pero las mías no sonnada buenas.
  • 64. —Has escrito algunas, ¿eh? —preguntó la señorita Honey, másasombrada que nunca—. Bien, Matilda, me encantaría mucho escuchar unade esas quintillas que dices que has escrito. ¿Te acuerdas de alguna?—Bien —dijo Matilda, dudando—. Ahora mismo, mientras estábamossentados he intentado hacer una sobre usted, señorita Honey.—¿Sobre mí? —exclamó la señorita Honey—. Bueno, oigámosla, ¿no?—No me atrevo a recitarla, señorita Honey.—Recítala, por favor —pidió la señorita Honey—. Te prometo que nome va a molestar.—Creo que sí, señorita Honey, porque he incluido su nombre de pila ypor eso no quiero recitarla.—¿Cómo sabes mi nombre de pila? —preguntó la señorita Honey.—Antes de entrar oí a otra profesora llamándola —respondió Matilda—. La llamó Jenny.—Insisto en escuchar esa quintilla —dijo la señorita Honey,desplegando una de sus raras sonrisas—. Levántate y recítala.Matilda se puso en pie de mala gana y muy despacio, y muy nerviosa,recitó su quintilla:Lo que de Jenny todos tenemos en mentees si probablementehay en esta escuela benditachicas de cara tan bonita.La respuesta a eso es: «¡Ninguna!».El rostro pálido y agradable de la señorita Honey enrojeció. Luego,volvió a sonreír una vez más. Esta vez fue una sonrisa más abierta, unasonrisa de puro placer.—Vaya, gracias, Matilda —dijo, aún sonriendo—. Aunque no dice laverdad, me parece una quintilla realmente buena. ¡Oh, Dios mío, tengo queprocurar acordarme de ella!Desde la tercera fila de pupitres, dijo Lavender:—Es buena. A mí me ha gustado.—También dice la verdad —afirmó un chico llamado Rupert.
  • 65. —Claro que dice la verdad —dijo Nigel.La clase había comenzado ya a congeniar con la señorita Honey, aunqueella apenas se había fijado en ninguno de ellos, a excepción de Matilda.—¿Quién te ha enseñado a leer, Matilda? —preguntó.—He aprendido sola, señorita Honey.—¿Y has leído libros tú sola? Me refiero a libros para niños.—He leído todos los que hay en la biblioteca pública de la calle Mayor,señorita Honey.—¿Te gustaron?—Desde luego, me gustaron muchos de ellos —contestó Matilda—,pero otros los encontré insulsos.—Dime uno que te haya gustado.—Me gustó El león, la bruja y el armario —dijo Matilda—. Creo queC. S. Lewis es un escritor muy bueno, pero tiene un defecto. En sus librosno hay pasajes cómicos.—En eso tienes razón —dijo la señorita Honey.—Tampoco hay pasajes cómicos en los de Tolkien.—¿Crees que todos los libros para niños deben tener pasajes cómicos?—preguntó la señorita Honey.—Sí —dijo Matilda—. Los niños no son tan serios como las personasmayores y les gusta reírse.
  • 66. La señorita Honey estaba sorprendida del sentido común de aquella niñatan pequeña.—¿Y qué vas a hacer ahora que ya has leído todos los libros para niños?—preguntó.—Estoy leyendo otros libros —aclaró Matilda—. Los pido prestados enla biblioteca. La señora Phelps es muy amable conmigo. Me ayuda aelegirlos.La señorita Honey estaba apoyada en su mesa de trabajo, mirandomaravillada a la niña. Había olvidado por completo al resto de la clase.—¿Qué otros libros? —murmuró.—Me encanta Charles Dickens —dijo Matilda—. Me hace reír mucho,especialmente el señor Pickwick.En ese momento sonó el timbre del pasillo indicando el final de la clase.
  • 67. ALa Trunchbullla hora del recreo, la señorita Honey salió de la clase y se fuederecha al despacho de la directora. Estaba enormementeemocionada. Acababa de conocer a una niña que poseía, o eso leparecía a ella al menos, cualidades extraordinariamente geniales. Aún nohabía tenido tiempo de averiguar con precisión lo genial que era la niña,pero la señorita Honey había visto lo suficiente para darse cuenta de quehabía que hacer algo lo antes posible. Hubiera sido ridículo dejar a una niñacomo aquélla en la clase inferior.Normalmente, a la señorita Honey le aterrorizaba la directora yprocuraba mantenerse alejada de ella, pero en ese momento se sentíadispuesta a enfrentarse a cualquiera. Llamó con los nudillos a la puerta deltemido despacho.—¡Entre! —tronó la profunda y amenazadora voz de la señoritaTrunchbull.La señorita Honey entró.A la mayoría de los directores de escuela los eligen porque reúnenciertas cualidades. Comprenden a los niños y se preocupan de lo que esmejor para ellos. Son simpáticos, amables y les interesa profundamente laeducación. La señorita Trunchbull no poseía ninguna de estas cualidades yera un misterio cómo había conseguido su puesto.Era, sobre todo, una mujerona impresionante. En tiempos pasados fueuna famosa atleta y, aun ahora, se apreciaban claramente sus músculos. Sele notaban en su cuello de toro, en sus amplias espaldas, en sus gruesosbrazos, en sus vigorosas muñecas y en sus fuertes piernas. Al mirarla, dabala impresión de ser una de esas personas que doblan barras de hierro ydesgarran por la mitad guías telefónicas. Su rostro no mostraba nada debonito ni de alegre. Tenía una barbilla obstinada, boca cruel y ojospequeños y altaneros. Y por lo que respecta a su atuendo… era, por no decirotra cosa peor, extraño. Siempre vestía un guardapolvo de algodón marrón,
  • 68. ceñido a la cintura por un cinturón ancho de cuero. El cinturón se abrochabapor delante con una enorme hebilla de plata. Los macizos muslos queemergían del guardapolvo los llevaba enfundados en unos impresionantespantalones de montar de color verde botella, de tela basta de sarga. Lospantalones le llegaban justo por debajo de las rodillas y, de ahí hacia abajo,lucía calcetines verdes con vuelta, que ponían de manifiesto los músculosde sus pantorrillas. Calzaba zapatos de color marrón con lengüetas. Ensuma, parecía más una excéntrica y sanguinaria aficionada a las monteríasque la directora de una bonita escuela para niños.Al entrar la señorita Honey en el despacho, la señorita Trunchbullestaba junto a su gran mesa de trabajo, con la impaciencia reflejada en surostro ceñudo.—Sí, señorita Honey —dijo—. ¿Qué quiere usted? Esta mañana pareceusted muy sofocada y nerviosa. ¿Qué le pasa? ¿Le han estado tirandobolitas de papel masticado esos pequeños bicharracos?
  • 69. —No, señora directora, nada de eso.—¿Qué es entonces? Adelante con ello. Soy una mujer ocupada —mientras hablaba se sirvió un vaso de agua de una jarra que había siempreen su mesa.—Hay una niña en mi clase, que se llama Matilda Wormwood… —empezó a decir la señorita Honey.—Es la hija del propietario de Motores Wormwood —vociferó laseñorita Trunchbull. Casi nunca hablaba con voz normal. O vociferaba ogritaba—. Una excelente persona ese Wormwood —prosiguió—.Justamente ayer estuve allí. Me vendió un coche. Casi nuevo. Sólo tienediez mil kilómetros. La propietaria anterior era una señora mayor que sólolo utilizaba una vez al año como mucho. Una verdadera ganga. Sí, me gustaese Wormwood. Un auténtico pilar de nuestra sociedad. Aunque me dijoque su hija era una mala persona. Que la vigiláramos. Dijo que si algunavez sucedía algo malo en la escuela, seguro que la culpable era su hija. Aúnno conozco a esa mocosa, pero cuando lo haga se va a enterar. Su padre dijoque era una verdadera pesadilla.—¡Oh, no, señora directora, eso no puede ser cierto! —exclamó laseñorita Honey.—¡Oh, sí, señorita Honey, es condenadamente cierto! Es más, ahora quecaigo, apuesto cualquier cosa a que fue ella la que echó esta mañana aquí,debajo de mi mesa, una bomba fétida. ¡Esto huele como una cloaca! ¡Claroque fue ella! ¡La castigaré por eso, ya lo verá! ¿Qué aspecto tiene? Seguroque parece un asqueroso gusano. Mire, señorita Honey, a lo largo de midilatada carrera como profesora he aprendido que una niña mala esmuchísimo más peligrosa que un niño malo. Y lo que resulta másimportante, son bastante más difíciles de dominar. Dominar a una niña escomo tratar de aplastar a una mosca. Cuando la golpeas, la maldita ya noestá allí. Las niñas son criaturas repugnantes y malas. Me alegro de nohaberlo sido nunca.—Pero usted ha tenido que ser alguna vez niña, señora directora. Seguroque lo ha sido.—No por mucho tiempo —rugió la señorita Trunchbull, sonriendodesagradablemente—. Me hice mujer enseguida.
  • 70. «Ha perdido la chaveta», se dijo para sí la señorita Honey. «Estáchiflada». Permaneció resueltamente ante la directora. Por una vez no se ibaa dejar intimidar.—Debo decirle, señora directora, que si cree usted que fue Matilda laque le puso la bomba fétida debajo de la mesa está completamenteequivocada.—¡Yo nunca me equivoco, señorita Honey!—Pero, señora directora, la niña llegó a la escuela esta mañana y fuedirectamente a clase…—¡No discuta conmigo, por todos los diablos! ¡Esa pequeña bestia deMatilda, o como quiera que se llame, ha echado una bomba fétida en midespacho! ¡No hay la menor duda de eso! Gracias por sugerírmelo.—Pero si yo no se lo he sugerido, señora directora.—¡Claro que sí! Ahora dígame lo que quería, señorita Honey. ¿Por quéme hace perder el tiempo?—Vine para hablarle de Matilda, señora directora. Tengo que informarlede algo extraordinario sobre esa niña. ¿Puedo contarle lo que acaba desuceder en clase?—Supongo que le prendería fuego a su camisa y le habrá chamuscadolas medias —la señorita Trunchbull bufó.—¡No, no! Matilda es un genio.Al pronunciar esta palabra, el rostro de la señorita Trunchbull se tornórojo y su cuerpo pareció hincharse como el de un sapo.—¡Un genio! —gritó—. ¿Qué tonterías está usted diciendo, señora mía?¡Usted no está bien de la cabeza! Su padre me ha dado su palabra de que la
  • 71. niña es una gángster.—Su padre está equivocado, señora directora.—¡No sea estúpida, señorita Honey! ¡Usted conoce a esa pequeña bestiadesde hace media hora y su familia la ha conocido toda su vida!Pero la señorita Honey estaba decidida a hablar y empezó a contarlealgunas de las sorprendentes cosas que Matilda había realizado con losnúmeros.—Así que se ha aprendido algunas tablas de memoria, ¿no? —vociferóla señorita Trunchbull—. Querida mía, eso no la convierte en un genio. ¡Laconvierte en un loro!—Pero, señora directora, sabe leer.—Y yo también —tronó la señorita Trunchbull.—Opino —dijo la señorita Honey— que habría que trasladarinmediatamente a Matilda de mi clase a la superior, con los de once años.—¡Ya! —dijo con un bufido la señorita Trunchbull—. Así que quierelibrarse de ella, ¿no? ¡Para no tener que habérselas con ella! Quiere ustedlargársela a la desgraciada señorita Plimsoll, de la clase superior, dondepodría crear aún más caos, ¿no?—¡No, no! —exclamó la señorita Honey—. Ése no es el motivo enabsoluto.—¡Oh, sí que lo es! —gritó la señorita Trunchbull—. Adivino su plan,señora mía. ¡Y mi respuesta es no! Matilda se quedará donde está y es
  • 72. obligación suya que se comporte bien.—Pero, señora directora, por favor…—¡Ni una palabra más! —gritó la señorita Trunchbull—. Y, encualquier caso, tengo por norma que todos los niños se agrupen por edades,sin reparar en sus aptitudes. No voy a tener a una bribona de cinco añosjunto a las niñas y los niños mayores en la clase superior. ¡Quién ha oídohablar alguna vez de una cosa así!La señorita Honey permaneció desolada ante aquella gigante de cuellorojo. Podría haber dicho muchas más cosas, pero sabía que sería inútil.—Está bien —dijo con voz apagada—. Lo que usted quiera, señoradirectora.—Puede estar segura de que será como yo quiera —rugió la señoritaTrunchbull—. Y no olvide, señora mía, que nos enfrentamos a una pequeñavíbora que echó una bomba fétida debajo de mi mesa…—¡Ella no lo hizo, señora directora!—¡Claro que lo hizo! —dijo con voz tonante la señorita Trunchbull—.Y le voy a decir una cosa. Me gustaría que me permitieran usar el látigo y elcinto como se hacía en los viejos tiempos. Le hubiera calentado el trasero aMatilda de tal forma que no hubiera podido sentarse en un mes.La señorita Honey se volvió y salió del despacho, sintiéndose deprimidapero en modo alguno derrotada. «Tengo que hacer algo por esa niña», sedijo. «No se qué, pero tengo que encontrar la forma de ayudarla».
  • 73. CLos padresUANDO la señorita Honey salió del despacho de la directora, lamayoría de los niños estaban en el patio de recreo. Lo primero quehizo fue ir a ver a varios profesores del curso superior y pedirlesprestados cierto número de libros de texto de álgebra, geometría, francés,literatura inglesa y otras cosas. Luego buscó a Matilda y la llevó a la clase.—No tiene ningún sentido —dijo— que estés sentada en clase sin hacernada mientras yo les enseño a los demás la tabla de multiplicar por dos y adeletrear gato, rata y ratón. Así que durante las clases te dejaré uno de estoslibros para que estudies. Al final de la clase me puedes hacer las preguntasque quieras, si tienes alguna, y yo intentaré ayudarte. ¿Qué te parece? —dijo la señorita Honey.—Gracias, señorita Honey —respondió Matilda—. Me pareceestupendo.—Estoy segura —respondió Honey— de que conseguiremos trasladartemás adelante a una clase superior, pero, de momento, la directora quiere quesigas donde estás.—Muy bien, señorita Honey —dijo Matilda—. Muchas gracias porconseguirme esos libros.«Qué niña más agradable», pensó la señorita Honey. «No me importa loque haya dicho su padre de ella; parece muy tranquila y es muy amableconmigo. Y nada engreída a pesar de su talento. La verdad es que no parecedarse cuenta de ello». Así, pues, cuando se reanudó la clase, Matilda sedirigió a su pupitre y se puso a estudiar en un libro de geometría que lehabía dejado la señorita Honey. La profesora no le quitó ojo durante todo eltiempo y observó que la niña no tardaba en quedarse absorta en el libro. Nolevantó la vista para nada durante toda la clase.Mientras tanto, la señorita Honey tomaba una decisión. Tenía que ir yhablar en privado con el padre y la madre de Matilda lo antes posible. Senegaba a dejar las cosas como estaban. Todo el asunto era ridículo. No
  • 74. podía creer que los padres ignoraran totalmente las sobresalientes aptitudesde su hija. Después de todo, el señor Wormwood era un próspero vendedorde coches, por lo que suponía que tenía que ser un hombre inteligente. Entodo caso, los padres nunca subestimaban el talento de sus hijos. Muy alcontrario. A veces, a un profesor le resultaba casi imposible convencer a unpadre o una madre orgullosos de que su amado hijo era un completo asno.La señorita Honey confiaba en que no tendría dificultades para convencer alseñor y a la señora Wormwood de que Matilda era algo muy especial. Elproblema iba a ser evitar que se entusiasmaran demasiado.Las ilusiones de la señorita Honey se iban ampliando. Se preguntó si lospadres la autorizarían a darle clases particulares a Matilda después de laescuela. La perspectiva de preparar a una niña tan brillante estimulabaenormemente su instinto profesional de profesora. De pronto, decidió queiría a ver al señor y a la señora Wormwood esa misma noche. Iría bastantetarde, entre las nueve y las diez, cuando estaba segura de que Matilda seencontraría en la cama.Y eso fue exactamente lo que hizo. Tras conseguir la dirección en losarchivos de la escuela, la señorita Honey salió de su casa para dirigirseandando a la de los Wormwood, poco después de las nueve.Encontró la casa en una calle agradable, en la que cada diminutoedificio estaba separado de sus vecinos por un trozo de jardín. Era una casamoderna, de ladrillo, que no debía de haber sido barata, y el nombre de lapuerta decía RINCÓN ACOGEDOR. «Cocinera metomentodo[1] hubiera sidomejor», pensó la señorita Honey. Era aficionada a los juegos de palabrascomo aquél. Subió el sendero y llamó al timbre y, mientras aguardaba,escuchó la televisión atronando dentro.Abrió la puerta un hombrecillo de rostro malhumorado y bigotilloesmirriado, que llevaba una chaqueta deportiva de rayas naranjas y rojas.—¿Sí? —preguntó examinando a la señorita Honey—. Si vende ustedpapeletas para alguna rifa, no quiero ninguna.—No —aclaró la señorita Honey—. Por favor, perdone que me presenteasí, sin más. Soy la profesora de Matilda y es preciso que hable con usted ycon su esposa.
  • 75. —Ya tiene problemas, ¿no? —dijo el señor Wormwood, obstaculizandola entrada—. Bueno, a partir de ahora es responsabilidad suya. Tendrá queocuparse usted de ella.—Matilda no tiene ningún problema —explicó la señorita Honey—. Hevenido a traerle buenas noticias. Noticias bastante asombrosas, señorWormwood. ¿Puedo pasar unos minutos y hablar con ustedes de Matilda?—Estamos viendo uno de nuestros programas preferidos —dijo el señorWormwood—. Su visita es un poco inoportuna. ¿Por qué no viene en otraocasión?La señorita Honey empezó a perder la paciencia.—¡Señor Wormwood, si cree usted que un nauseabundo programa detelevisión es más importante que el futuro de su hija, no debería ser padre!¿Por qué no apaga ese maldito aparato y me escuchan?Eso desconcertó al señor Wormwood. No estaba acostumbrado a que lehablaran de aquella forma. Miró atentamente a la delgada y frágil mujer que
  • 76. permanecía tan resueltamente en el porche.—Muy bien —aceptó bruscamente—. Entre y hablaremos de ello.La señorita Honey entró con paso decidido.—A la señora Wormwood no le va a hacer gracia —dijo el hombre,mientras la conducía al cuarto de estar, donde una mujerona rubia platinomiraba entusiasmada la pantalla del televisor.—¿Quién es? —preguntó la mujer, sin mirar.—Una profesora de la escuela. Dice que tiene que hablar con nosotrosde Matilda —se acercó al televisor y quitó el sonido, dejando la imagen.—¡No hagas eso, Harry! —gritó la señora Wormwood—. ¡Willard estáa punto de declararse a Angelica!—Puedes seguir mirando mientras hablamos —dijo el señor Wormwood—. Ésta es la profesora de Matilda. Dice que tiene que contarnos una seriede cosas.—Me llamo Jennifer Honey —se presentó—. ¿Cómo está usted, señoraWormwood?La señora Wormwood la miró con cara de pocos amigos y dijo:—¿Qué es lo que pasa?Nadie invitó a la señorita Honey a sentarse, por lo que eligió una silla yse sentó.
  • 77. —Hoy ha sido el primer día de clase de su hija.—Ya lo sabemos —dijo la señora Wormwood, enfadada por tener queperderse el programa—. ¿Es eso todo lo que ha venido a decirnos?La señorita Honey miró severamente los ojos grises de la otra mujer,hasta que la señora Wormwood se sintió incómoda.—¿Me permiten que les explique para qué he venido? —preguntó.—Adelante —dijo la señora Wormwood.—Ustedes deben saber —comenzó la señorita Honey— que los niñosdel curso inferior de la escuela no suelen saber leer, ni deletrear ni hacermalabarismos con los números cuando llegan a ella. Los niños de cincoaños no pueden hacerlo. Pero Matilda hace todo eso. Y si he de creer lo quedice…—Yo no lo creería —dijo la señora Wormwood, aún furiosa por no tenersonido en el televisor.—¿Mentía entonces —preguntó la señorita Honey— cuando me dijoque nadie la había enseñado a multiplicar y a leer? ¿Alguno de ustedes le haenseñado?—¿Enseñado a qué? —preguntó el señor Wormwood.—A leer. A leer libros —dijo la señorita Honey—. Puede que le hayanenseñado ustedes y que haya mentido ella. Quizá tengan ustedes estanteríasllenas de libros por toda la casa. Yo no podía saberlo. Puede que seanustedes grandes lectores.—Claro que leemos —asintió el señor Wormwood—. No diga tonterías.Yo leo todas las semanas el Autocar y el Motor de cabo a rabo.—Esa niña ha leído ya un número asombroso de libros —continuó laseñorita Honey—. Únicamente quería saber si provenía de una familiaamante de la buena literatura.
  • 78. —Nosotros no somos muy aficionados a leer libros —replicó el señorWormwood—. Uno no puede labrarse un futuro sentado sobre el trasero yleyendo libros de cuentos. No tenemos libros en casa.—Ya veo —dijo la señorita Honey—. Bien, todo lo que quería decirleses que Matilda tiene un talento extraordinario, pero supongo que ya losabrán ustedes.—Claro que sabíamos que leía —dijo la madre—. Se pasa la vida en sucuarto enfrascada en algún libro absurdo.—Pero ¿no les llama la atención —preguntó la señorita Honey— queuna niña de cinco años lea extensas novelas para adultos, de Dickens yHemingway? ¿No les impresiona eso?—No especialmente —dijo la madre—. No me gustan las chicasmarisabidillas. Una chica debe preocuparse por ser atractiva para conseguirluego un buen marido. La belleza es más importante que los libros[2],señorita Hunky…—Me llamo Honey —corrigió la señorita Honey.—Míreme a mí —dijo la señora Wormwood— y luego mírese usted.Usted prefirió los libros. Yo, la belleza.La señorita Honey miró a la vulgar y regordeta persona con cara de tortay pagada de sí misma que estaba sentada al otro lado de la habitación.—¿Qué ha dicho usted? —preguntó.
  • 79. —He dicho que usted eligió los libros y yo la belleza —dijo la señoraWormwood—. ¿Y a quién le ha ido mejor? A mí, por supuesto. Yo vivocómodamente en una casa preciosa con un próspero hombre de negocios yusted trabaja como una negra, enseñándole el abecedario a un montón deniños horribles.—Muy cierto, ricura —dijo el señor Wormwood, lanzando a su mujeruna mirada tan conmovedoramente tierna que hubiera hecho vomitar a ungato.La señorita Honey pensó que si quería conseguir algo de aquella genteno debía perder la paciencia.—No les he contado todo —dijo—. Matilda, por lo que he podidoadvertir hasta ahora, es también una especie de genio matemático.Multiplica mentalmente cifras complicadas, como el rayo.—¿Para qué sirve eso si uno puede comprarse una calculadora? —preguntó el señor Wormwood.—Una chica no consigue un hombre siendo inteligente —dijo la señoraWormwood—. Mire, por ejemplo, a esa actriz —añadió, señalando la mudapantalla del televisor, en la que un apuesto actor abrazaba a una actriz
  • 80. pechugona a la luz de la luna—. No creerá usted que lo ha conseguidohaciéndole multiplicaciones, ¿no? Probablemente no. Y ahora él se va acasar con ella, ya lo verá, y va a vivir en una mansión con un mayordomo yun montón de criados.La señorita Honey apenas daba crédito a lo que estaba oyendo. Habíaoído que había en el pueblo padres como aquéllos y que sus hijos acababansiendo delincuentes y marginados, pero para ella fue un choque conocer aunos padres así al natural.—El problema de Matilda —dijo, intentándolo una vez más— es que seencuentra tan por encima de cualquiera de los que están en su entorno, quevaldría la pena pensar en algún tipo de enseñanza privada. Creosinceramente que podría alcanzar el nivel universitario en dos o tres años deenseñanza apropiada.—¿Universidad? —gritó el señor Wormwood, dando un brinco de suasiento—. ¡Quién quiere ir a la universidad, por Dios! ¡Allí sólo aprendenmalas costumbres!—Eso no es cierto —dijo la señorita Honey—. Si usted sufriera ahoraun ataque cardiaco y tuviera que llamar a un médico, ese médico sería unlicenciado universitario. Si a usted le denunciaran por venderle a alguien uncoche de segunda mano estropeado, usted tendría que buscar un abogado,que también sería un licenciado. No menosprecie a las personasinteligentes, señor Wormwood. Pero veo que no nos vamos a poner deacuerdo. Siento haber venido.La señorita Honey se levantó de la silla y salió de la habitación.El señor Wormwood la siguió hasta la puerta principal y dijo:—Gracias por haber venido, señorita Hawkes, ¿o es señorita Harris?—Ninguno de los dos —dijo la señorita Honey—, pero da igual.Y se fue.
  • 81. LLanzamiento de martilloO curioso de Matilda era que si uno la conocía fortuitamente yhablaba con ella, hubiera pensado que era una niña de cinco años ymedio totalmente normal. Apenas exteriorizaba señal alguna de sutalento y nunca alardeaba de él. «Es una pequeña muy sensible y muyreposada», hubiera pensado uno. Y, a menos que, por alguna razón,discutiera uno con ella de literatura o matemáticas, no hubiera sabido nuncael alcance de su capacidad intelectual.Por eso, a Matilda le resultaba fácil entablar amistad con otros niños.Caía bien a todos los de su clase. Naturalmente, ellos sabían que era«inteligente», porque habían sido testigos de las preguntas que le habíahecho la señorita Honey el primer día de curso. Sabían también que se lepermitía estar con un libro durante las clases y no prestar atención a laprofesora. Pero los niños de su edad no profundizan en busca de razones.Están demasiado pendientes de sus pequeñas disputas para preocuparsedemasiado de lo que hacen otros y por qué lo hacen.Entre los nuevos amigos de Matilda estaba la niña llamada Lavender.Desde el primer día empezaron a estar juntas durante el recreo de la mañanay a la hora del almuerzo. Lavender era excepcionalmente pequeña para suedad, una niña flacucha de profundos ojos castaños y pelo oscuro, con unflequillo que le caía sobre la frente. A Matilda le gustaba porque eradecidida y aventurera. A ella le gustaba Matilda por las mismas razones.Antes de que terminara la primera semana del curso, ya circulaban entrelos nuevos alumnos impresionantes historias sobre la directora, la señoritaTrunchbull. A Matilda y Lavender, que estaban en una esquina del patio derecreo el tercer día, se les acercó una robusta chica de diez años, con ungrano en la nariz, llamada Hortensia.—Basura nueva, supongo —dijo Hortensia, mirándolasdespectivamente. Llevaba una bolsa gigante de patatas fritas, que comía a
  • 82. puñados—. Bienvenidas al correccional —añadió, escupiendo trozos depatatas por la boca como si fueran copos de nieve.Las dos pequeñas, enfrentadas a aquella gigante, guardaron unexpectante silencio.—¿Habéis conocido ya a la Trunchbull? —preguntó Hortensia.—La hemos visto durante los rezos —dijo Lavender—, pero no laconocemos.—Os ha tocado un premio —dijo Hortensia—. Odia a las niñas muypequeñas. Por eso aborrece el curso infantil y todo lo que se relaciona conél. Cree que los niños de cinco años son larvas de gusanos —se metió en laboca otro puñado de patatas y, cuando habló, volvió a escupir trozos deellas—. Si sobrevivís al primer año, os las arreglaréis para vivir el resto deltiempo que estéis aquí. Pero muchos no sobreviven. Los sacan en camilla,aullando. Lo he visto a menudo.
  • 83. Hortensia hizo una pausa para ver el efecto que aquellos comentariosproducían en las pequeñajas. Al parecer, no mucho. Parecían indiferentes.Así, pues, decidió obsequiarlas con más información.—Supongo que sabréis que tiene un armario con candado llamado Laratonera. ¿Habéis oído hablar de La ratonera?Matilda y Lavender negaron con la cabeza y siguieron mirando a lagrandullona. Como eran muy pequeñas, tendían a desconfiar de cualquierpersona mayor, especialmente de las chicas mayores.—La ratonera —prosiguió Hortensia— es un armario muy alto peromuy estrecho. El suelo sólo tiene setenta centímetros cuadrados, por lo queno puedes sentarte en él ni ponerte en cuclillas. Tienes que estar de pie. Tresde las paredes son de cemento, con trozos de vidrios incrustados en ellas,por lo que no puedes apoyarte. Tienes que permanecer muy atenta todo eltiempo que estás encerrada en él. ¡Es terrible!—¿No te puedes apoyar contra la puerta? —preguntó Matilda.—No seas tonta —dijo Hortensia—. La puerta está repleta de miles declavos puntiagudos clavados desde fuera, probablemente por la mismaTrunchbull.—¿Has estado allí dentro alguna vez? —preguntó Lavender.—El primer año estuve seis veces —dijo Hortensia—. Dos de las vecestodo el día, y las otras, dos horas cada vez. Pero dos horas es demasiado.Está oscuro como boca de lobo y tienes que permanecer de pie, porque si temueves te clavas los cristales de las paredes o los clavos de la puerta.—¿Por qué te encerraron allí? —preguntó Matilda—. ¿Qué habíashecho?
  • 84. —La primera vez —dijo Hortensia— volqué medio bote de jarabe en elasiento de la silla donde se iba a sentar la Trunchbull durante los rezos. Fuefantástico. Cuando se sentó hubo un ruido como de chapoteo, parecido alque hace un hipopótamo cuando hunde las patas en el barro de las orillasdel río Limpopo. Pero tú eres demasiado pequeña para haber leídoHistorias, ni más ni menos, ¿no?—Lo he leído —dijo Matilda.—Eres una embustera —dijo Hortensia amigablemente—. Ni siquierasabes leer aún. Pero no importa. Bueno, cuando la Trunchbull se sentósobre el jarabe, el ruido fue divino. Y cuando se levantó, la silla se le quedópegada al fondillo de esos horribles pantalones verdes que lleva y se lequedó adherida durante unos segundos, hasta que se despegó del espesojarabe. Se llevó las manos al trasero y se le quedaron pringadas. Deberíaishaber oído el rugido que soltó.—¿Cómo supo que habías sido tú? —preguntó Lavender.—Se chivó un pequeñajo idiota llamado Ollie Bogwhistle —dijoHortensia—. Le rompí los dientes.—¿Y la Trunchbull te metió en La ratonera durante todo un día? —preguntó Matilda, con un nudo en la garganta.—Todo el día —dijo Hortensia—. Cuando me dejó salir estaba medioloca. Balbuceaba como una imbécil.
  • 85. —¿Qué otras cosas hiciste para que te metiera en La ratonera? —preguntó Lavender.—Oh, no me acuerdo de todas ahora —dijo Hortensia. Hablaba con elaire de un viejo guerrero que ha estado en tantas batallas que el valor esalgo habitual—. Fue hace mucho tiempo —añadió, metiéndose más patatasfritas en la boca—. ¡Ah, sí! Me acuerdo de una. Lo que pasó fue esto. Elegíun momento en que sabía que la Trunchbull estaba fuera, dando clase a losde sexto, y levanté la mano pidiendo permiso para ir al retrete. Pero, enlugar de ir allí, me metí en el despacho de la Trunchbull. Tras una rápidabúsqueda, encontré el cajón donde guardaba sus calzones de gimnasia.—Sigue —dijo Matilda, interesada—. ¿Qué pasó luego?—Yo había escrito para que me mandaran por correo unos polvos depicapica muy fuertes —dijo Hortensia—. Cuestan cincuenta peniques elsobre y se llaman Abrasapiel. La etiqueta decía que estaban fabricados conpolvo de dientes de serpientes venenosas y se garantizaba que formabanronchas en la piel del tamaño de una nuez. Así que los espolvoreé dentro detodos los calzones del cajón y luego los volví a doblar con cuidado —Hortensia hizo una pausa para atiborrarse de patatas fritas.—¿Funcionó? —preguntó Lavender.—Bueno —dijo Hortensia—, unos días después, durante los rezos, laTrunchbull empezó a rascarse abajo como una loca. «Ajá —me dije—, ya
Matilda de Roald Dahl ilustrado por Quentin Blake epub libre (2024)

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